martes, 5 de abril de 2011

"El Trompetista"





Las risas, la música y las voces,  salían  por las ventanas llenando las calles de Villa Villa. Los villavillanos se preparaban para celebrar la primera noche del carnaval.  Martín ya estaba preparado, llevaba horas esperando que el sol se pusiera. Se levanto pronto para su costumbre, las nueve más o menos. Se sirvió una copa de cazalla y se juro que no tomaría otra hasta el día siguiente. Él iba a engañar con su disfraz a todo el pueblo. Lo primero que hizo al levantarse fue lavarse a fondo.  Con mucha paciencia se rapó el pelo al cero y  afeito la barba. Llevaba mucho tiempo con la cabeza llena de pelos por todas  partes. Cuando estuvo aseado sacó del armario el único traje que tenía. Lo compró para la última boda que fue invitado, hacía ya cuatro años. Se vistió traje, corbata, camisa y zapatos marrones descoloridos, coloreados con betún negro. Se miró al espejo y se vio como hace tres años, bueno “casi”, como hace tres años. Ahora las ojeras eran bolsas enormes.  Estaba más delgado y su cara tenía arrugas que no recordaba.

Las lagrimas, al verse como era antes, le salieron refrescando las grandes bolsas de sus ojos. Instintivamente buscó la botella y le pego  un trago. Se volvió a mirar en el espejo. Sonrió, y se repitió, tengo el  mejor disfraz, nadie me va a reconocer. Hoy no voy a ser un borracho.

Le faltaba un detalle, sacó unas gafas de sol grandes, se las puso y, sí, ahora sí. No lo reconocerían. Nadie le relacionaría con el borracho que era. Iría sobrio, bien vestido y con las gafas de sol aunque fuera de noche.

Las calles se fueron llenando de bullicio y de noche. De frío  y de alcohol.  De Música y de risa. Gritos de sorpresa y carcajadas.  Helaba como siempre en febrero. El viento recorría las calles igual que los disfraces. Uno helado por fuera, los otros, calientes por dentro.
Era más de media noche y Martín  se aburría ya de su disfraz. No le había reconocido nadie, pero lo de no beber lo tenía cada vez más enfadado. Una de las parejas del baile pisó a Martín y  éste protestó. Al oírle hablar, cosa que aún no había hecho, le reconocieron.

- Mira, mira, mira, es Martín, mira que sereno va. ¡No me lo puedo creer! Martín ven a beber con nosotros.

Esta frase fue contundente y con risas se unió al grupo que pasaba la botella, de cazalla, de uno a otro.

Era ya muy tarde, ya no había música, ni disfraces, sólo Martín iba poco a poco despacio hacia a su casa. Totalmente borracho intentaba recorrer el camino.  Su cabeza, apenas nada, se esforzaba en identificar el recorrido cien mil veces hecho. Con un esfuerzo levantó la cabeza y enfocó el campanario. Cuanto más borracho iba mejor bailaba la torre,  y esa noche era una gogo maravillosa. El baile del campanario acabó con el equilibrio del borracho que cayó quedando inconsciente.

El frío espabiló a Martín. Como pudo se incorporó. Algo había ocurrido mientras estuvo en el suelo. No podía explicar si lo había soñado o si había sucedido. Pero recordaba una trompeta, una melodía de trompeta que le entraba dentro y le transportaba. Era una música maravillosa.

Con el sonido de la trompeta en su cabeza y el frío en el cuerpo Martín rebuscaba detrás de la segunda maceta de la ventana al lado de la puerta. Allí dejaba la llave para no perderla.  Pues muchas veces le había pasado.

Entró como pudo y se acostó. La habitación  empezó a girar. Las nauseas aparecieron. Se incorporó con esfuerzo supremo  y cuando parecía que iba a tirar todo lo bebido desde que nació, recordó la música de la trompeta. Automáticamente se relajó. Las nauseas pasaron, se tumbó de nuevo y recordando la canción se quedó dormido.

Empezaba a oscurecer cuando se despertó. Estaba ido. Apenas  era obedecido por sus extremidades. Llego hasta la mecedora y se sentó. Fuera la segunda noche del carnaval empezaba. Martín ajeno al exterior pensaba en quién tocaría la trompeta, pues algo le decía que no lo había soñado.

Ya había acabado el jolgorio y el silencio empezó a ocupar Villa Villa.

Martín dio un salto de la mecedora y se dirigió a la puerta. El Trompetista estaba tocando. La melodía era incapaz de despertar. Las notas que llenaban la noche eran un dulce sonido. Martín como un perro perdiguero, seguía por las calles el rastro musical, intentando localizar su procedencia.

La música paró. No había más pista que seguir. De regreso a su casa, algunos vecinos ya levantados preguntaban a Martín que quién era quien tocaba. Él no contestaba. Llego a casa diciéndose a sí mismo que era verdad que no lo había soñado.

Desde su última gran borrachera no había tomado ni un trago.  Y no iba a tomar ninguno más. Así lo decidió. Pasó el día arreglando la casa. Se preparó algo para comer. Era el tercer día de carnaval y espero a  que la gente acabara la fiesta.

Al lado de la puerta, Martín esperaba a que tocará  su músico. Como las dos noches anteriores las notas llegaron y Martín buscó el manantial de sonido. Algunos vecinos abrían las ventanas y preguntaban: ¿Quién toca? ¿Quién toca tan bien? ¿Quién toca a estas horas?

La fuente parecía que iba a estar al doblar la esquina. El corazón le iba a tope, la emoción de estar delante de tan virtuoso músico le ponía alas. Dobló una esquina y no había nadie.  La trompeta ya no se oía. Decepcionado Martín se acuclillo. La mirada recorrió el suelo hasta que la paró unos garabatos hechos con carbón en una piedra. Se aproximó hasta que pudo distinguir un mensaje:

“Por amor, amor
mi amor
amor te llaman”.

Martín memorizó el mensaje. Si tocaba otra vez  lo descubriría. Se repetía de regreso a casa.

En Villa Villa, la noticia de que había un músico que no se sabía quién era, tenía al pueblo alborotado. Se hablaba de él, en el bar y la carnicería, en la escuela y en el rosario. Los que le habían oído tocar reunían  a su alrededor a los que no le habían oído. Dándose en todos los corrillos la misma explicación. Era genial, maravilloso, hasta celestial llegaron a decir.

En los pueblos vecinos también corrió la noticia “… del Trompetista de Villa Villa” y por consiguiente al siguiente atardecer empezaron a llegar vecinos de otros pueblos. Tantos que parecía un día de feria.

Eran ya las cuatro de la madrugada, y Evaristo el cantinero, se empeñaba en que todos se fueran a dormir,  diciendo frases como:  “No tenéis casa”, “Mañana hay que trabajar”, “Vamos! Vamos! Que tengo que cerrar”. Los forasteros fueron saliendo con los vecinos que aún aguantaban. No habían escuchado ni  música ni nada. Unos decían que era mentira, los otros decían que no, que era verdad.

Martín también se había quedado esperando, pero no se sentía triste por no oír a su músico. Tenía muchas cosas que hacer. Tenía que vivir. Desde que escucho la trompeta no había vuelto a beber y su determinación era total. Se acabó,  eso de ser un borracho había terminado.

Habían pasado diez y siete días desde que el trompetista diera su primer concierto. Diez y siete noche con sus  días. Los síntomas del síndrome de abstinencia iban quedando atrás. Los temblores, las diarreas, el dolor de todo el cuerpo, y el insomnio, iban dejando paso al bienestar,a algo de lucidez y al apetito.

Martín empezó a creer que lo podía conseguir. Sólo el recuerdo de la música, le hacía sacar, cada día, las fuerzas necesarias para seguir. Nadie hablaba del Trompetista, pero para Martín el sonido mágico de aquella trompeta no había dejado de sonar.

Era diez de marzo. Un día frío y plomizo. Martín entró en la sucursal de la caja rural.

-       Buenos días Troli – saludó Martín.

Troli contestó, mientras escondía el Marca.

-       Hola Martín, ¿Qué? A cobrar el paro.
-       Sí, es el último mes –respondió Martín.

Troli continuó:

-       ¿Dicen que ya no bebes? ¿Cuánto vas a aguantar? Ja ja ja. No conozco a ningún borracho que lo haya dejado.

Martín asumió el ataque con cara de poker.

Troli, viendo que no había respuesta a su golpe, siguió, cambiando ahora el punto de ataque.

-       Esa mujer no merecía tus borracheras.
El dardo fue certero. Martín quedó noqueado, las lagrimas empañaron sus ojos, las piernas le temblaron.

Troli notó el efecto cruel de su flecha y con sonrisa cínica soltó la frase lapidaria, al tiempo que dejaba el dinero sobre el mostrador.

-       Mira Martín, la cabra siempre tira al monte.

Después de suspirar varias veces, Martín empezó a hablar como si nadie le escuchara. 

-       El amor llamó a mi puerta y yo engalanado le abrí. Me enseñó el baile de las estrellas y yo bailé con él y con ellas. Luego tuve miedo de perderlo y lo quise retener, él se ofendió y se fue. Fue tan grande lo que perdí  que sólo bebiendo podía olvidar y seguir. Aunque mi amor me hubiera llevado a morir, ni por un momento dudaría en volverlo a repetir.

Martín paró el monólogo y cogiendo una mano de Troli le preguntó:

-       ¿Tú puedes decir algo así?

Después de una pausa le dijo:

-       Cuando hablas demuestras que nunca has conocido el amor.

Martín fue hacia la salida  y Troli quedo buscando la frase que demostrara, a su ego ,su superioridad sobre aquel borracho. Ya en la calle Martín pensaba que no iba a ser nada fácil.

Finales de marzo, la primavera empezaba a notarse en los campos.

Martín  había arreglado algunas cosas deterioradas de su casa. Los trabajos de puesta a punto en su vivienda le ayudaron  a ir cogiendo fuerzas. Tenía que buscar faena.  Iría a casa de Don Sombrerete era de los más ricos y siempre se había llevado bien con él. Alguna vez le había dicho que lo ayudaría.

Don Sombrerete era bajito. Siempre  llevaba dos cosas: un sombrero que cambiaba para combinar con el traje que se pusiera y un puro en la boca que no encendía nunca.

Martín llamó a la puerta. Don Sombrerete salió a abrir.

-       Hola Martín ¿Qué te trae por aquí?
-       Quería verle.
-       Bueno, ya me ves, ¿Qué quieres?

Sin franquear el quicio de la puerta Martín hiso su petición:

-       Necesito trabajar

El hombre pequeño se creció. Miró y remiró a Martín.

-       Son tiempos difíciles no hay mucho trabajo.
-       Puede probarme, por favor. Verá como soy buen trabajador y aprendo pronto.
-       El asno viejo ya no aprende – dijo Don Sombrerete.
-       Sólo tengo  treinta y seis, no soy tan viejo  y además no soy un asno – replicó Martín.

Esto hiso reír al viejo ricachón que continuo diciendo:

-       Ya sé que no eres un asno. Mañana vete al taller y le dices al encargado que vas de mi parte. A la primera queja que tenga te vas a la calle.
-       Gracias, gracias… muchas gracias!!! No se arrepentirá  - le respondió Martín mientras estrechaba su mano como señal  de pacto y de contrato.
En el taller trabajaban cinco hombres y el viejo Manuel, que aunque estaba ya jubilado, pasaba su tiempo sacando un dinerillo extra. Martín hacía de todo. Llevaba el botijo, cambiaba ruedas, aceites. Ayudaba en lo que podía a sus compañeros. Era entretenido. Allí no se hablaba excepto de quinielas y de fútbol. Cualquier otra conversación era rechazada.


Un día Martín, habló del trompetista, de que él le había oído tocar tres veces. Como siempre nadie siguió  la conversación.

Ese día a la salida, el viejo Manuel se acercó a Martín y le pidió que le acompañara.

Cuando estuvieron solos Manuel dijo que sí, que él también le había oído tocar tres veces. Y que había una historia que le contaron sus abuelos referida a un músico que hacía sonar su instrumento los días de carnaval. Y que en donde se le oía tocar siempre había alguien que se iba con él. Pero esta vez nadie faltaba en el pueblo. Bien que se había fijado él, aunque no dijera nada a nadie.  Y bajando la voz le dijo a Martín que él estaba convencido de que iba a volver. De que el año siguiente en carnaval volvería a venir. La frase última hizo a Martín soñar en volver a oír la música que había cambiado su forma de vida. Desde esa tarde los dos fueron estrechando su amistad. Casi todas sus conversaciones giraban alrededor del trompetista.

Los meses pasaban y el trabajo era más y más monótono. El calor era insoportable en el taller. Y la vida de Martín era de casa al trabajo y del trabajo a casa. Como mucho salía a dar un pequeño paseo, antes de acostarse.

Llegaron las fiestas de Villa Villa, Nuestra Señora de la esperanza. Martín se atrevió y salió por el pueblo como si fuera uno más. Hasta se fijó en unos ojos negros que le observaban. Se acercó hacia ellos y se vio reflejado. Ella se llamaba María, nunca antes la había visto. Hablaron y hablaron. Martín estaba eufórico, sentía su sangre llena de energía. Con un beso se despidieron quedando en verse al día siguiente.

El día llego,  pero María no volvió. Martín la buscó, la espero, y viendo que no aparecía se retiro a su casa.

Pasó el verano, llegó el otoño. Y tal como se caían las hojas de los árboles, las esperanzas y las ilusiones de Martín se iban cayendo.

Después de trabajar, como cada tarde,  Martín fue hasta su casa. Hacía días que Manuel no iba al trabajo. Cerró la puerta tras de sí. Buscó en el fondo del aparador y encontró lo que buscaba. Cogió la botella, un vaso, y sentó en la mecedora que ya usaba su abuelo.

Delante de él la botella y su muerto  presente. Detrás empujándole al trago, el vivo pasado.

El otoño también  pasó y llego la navidad. Los villavillanos escuchaban la misa del gallo y el cura empezaba su sermón. Habló de la hipocresía y de la falta de amor. Al terminar su discurso preguntó  a los feligreses si había alguien en el pueblo que necesitara ayuda. Lola la vecina de Martín tomó la palabra:

-       Mi vecino no sale desde hace días. La última vez que lo vi venía cargado con botella de cazalla.

Los vecinos decidieron visitarlo nada más acabar la misa.

Delante de la puerta los piadosos quedaron en silencio. Nada se oía dentro. Llamaron  y sólo el viento contestó. Hacía frío. Alguien empujó la puerta y esta se abrió. Lo que vieron aquellas buenas gentes les estremeció.

Martín semi-inconsciente en la mecedora intentaba quitarse las ratas de encima. Al ver la comitiva logró levantarse y coger una botella vacía con la que intentó atacar a los llegados.  Apena se levantó cayó al suelo sin sentido. Olía a rayos, se había hecho sus necesidades encima, varias veces. Los mordiscos de las ratas le llenaban la cara y las manos. Venciendo sus ascos los vecinos lo cogieron y lo llevaron al medico. Don Ricardo, como se llamaba el doctor, al ver aquel cuerpo destrozado, gritó y blasfemo. Pidió ayuda, entre varios  lo desvistieron y lo lavaron. ¿Cómo podía ser que aquel hombre estuviera a punto de ser devorado por las ratas y nadie se hubiera dado cuenta? Después de los primeros auxilios Martín seguía sin volver  en sí. Varias veces intentaron reanimarle sin conseguirlo. Don Ricardo cogió el teléfono y llamo una ambulancia. Tenía un enfermo a punto de morir que debía ser trasladado al hospital urgentemente.

Fue al día siguiente cuando el viejo Manuel se enteró de lo sucedido. Tal como lo  oyó se levantó y salió hacia su casa. Cogió la cartilla del banco, algo de ropa, y se fue a esperar a alguien que le llevara al hospital.

Se presentó como padre del enfermo a los médicos y estos le informaron de que estaba todavía en coma y tenía muchísimas infecciones.

Enero ya llevaba más de la mitad cuando Martín  abrió los ojos. A  su lado Manuel lo miraba. Con gran esfuerzo preguntó:

-       ¿Que día es hoy?

A lo  que Manuel contestó:

-       No aún no es carnaval.
La respuesta quitó dolor de la cara de Martín y el coma se apoderó   de nuevo  de aquel cuerpo.

Manuel hacia de padre. Estaba todo el tiempo a su lado. No se preguntaba por qué. Sólo le cuidaba.

Febrero ya había llegado y el carnaval ya llamaba a las puertas.

Martín a la caída de aquella tarde volvió a abrir los ojos. Manuel estaba allí, como si no se hubiera movido.

-       ¿Qué día es? – preguntó.

El viejo respondió:

-       Mañana es carnaval.

En silencio el enfermo se fue incorporando. Manuel le ayudaba, protestando, para  que no hiciera esfuerzos. Como pudieron Martín se vistió. Los pasillos blancos, de luces blancas iban quedando atrás. Pronto atravesarían la puerta y una vez  en la calle,  un taxi  y al pueblo.

El viaje fue horrible, mareos y vómitos de Martín. Protestas y maldiciones del taxista.

Al llegar fueron a casa de Manuel. La noche como una daga helada cegaba ojos y cortaba miradas.  Justo llego Martín a la cama de Manuel. Se tumbó y volvió a perder el conocimiento.  Manuel le arropó y se tendió  a su lado.

Las risas recorrían el pueblo, la música salía por las ventanas. En casa de Manuel, Martín recobraba el sentido. Miró al viejo y preguntó:

-       ¿Vendrá El Trompetista?
-       No sé  - respondió Manuel.

Ya el pueblo empezaba a retirarse cuando la trompeta empezó a sonar. Lánguida, triste, con notas que se arrastraban lastimeras para luego ir salpicando como gotas de lluvia primaveral.

Martín al oir la música se levantó, y salió en busca del rastro sonoro. Manuel lo seguía detrás.  Rezaba y lloraba. Martín caminaba como si nunca hubiera estado enfermo. 

El corazón de Martín latía emocionado, pronto conocería al trompetista. Al girar una calle, lo vio al final. La música llegaba nítida y Martín empezó a no saber distinguir si la música venía del final de la calle o venía de dentro de él. Conforme se iba acercando se iba dando cuenta de que él era la trompeta y el músico, y de que sobretodo, él era la música. Con una nota aguda se subió hasta el cielo y con otra grave bajó hasta donde Manuel lloraba. Sentado en el suelo acunaba el cuerpo inerte de Martín. Alrededor de Manuel, aquel haz de sonido murmuró:

-       Gracias viejo.

Luego la noche se rompió en mil notas. La trompeta atronó el cielo y los VIllavillanos salieron de sus casas asustados. Martín era una luz que subía y bajaba por la escala musical riendo sin parar.

Algunos vecinos se tiraron al suelo, otros, se arrodillaron y se pusieron a rezar. Sólo Manuel se reía a carcajada limpia, mientras  abrazaba, llorando, al cuerpo sin vida de su amigo.