La Higuera, la Morera y el Almendro
Eran árboles enormes. La Higuera era grande como un castillo, sus ramas caían hasta el suelo y dentro de ella había muchísimo sitio, hasta para correr sin tropezar. Podías subir por las ramas hasta llegar a la copa. Siempre acababas manchado por la leche blanquinosa que corre por sus venas y brota apenas se rompe una rama o una hoja. Aquella Higuera era un camión, un barco, un avión y mil cosas más, y un submarino. Todos los niños de mi pequeño poblado no éramos suficientes para llenar todas sus ramas. Siempre quedaba una libre a la cual poder ir. Cuando tenía fruto todos merendábamos de ella, y cuando los higos caían al suelo, era un triunfo no llevar las sandalias y los pies llenos de zumo rojizo.
Conque cariño la recuerdo. Me gustaría acariciar su inmenso tronco. Darle besos y decirle que gracias, muchas gracias por haber acogido mi infancia. Por haberme protegido y por haberme ocultado cuando no quería que nadie me viera llorar.
La Higuera llena de higos
Está camino a la escuela
Cuando pasan los niños
Allí cuelgan sus carteras
Se meten entre sus ramas
Creyendo que son piratas
Que van del mar hacia tierra
Con espadas de baladre
Pantalón corto y tirantes
Desafiando, con sonrisas
Al mundo de los gigantes.
La Morera no era tan grande. Pero era grande, muy grande. Estaba a unos cuarenta metros de la majestuosa Higuera. Ladera arriba. La carretera pasaba justo al lado del tronco y por debajo de sus ramas. En invierno sus ramas eran dedos que bailaban queriendo pinchar o coger algo que se le escapaba.
Yo tendría cinco años. Aquella tarde de enero me había quedado solo en el bar o teleclub. Allí estaba la única tele del poblado. Cuando termino Rin-tin-tín ya había oscurecido y hasta mi casa había un kilómetro de carretera. Estaba alumbrada por postes con una bombilla cada cien metros más o menos. Hacía frío, serían las siete de la tarde, ya todo oscuro. El camino primero pasaba por el garaje y allí habían llevado los cuerpos destrozados de las personas que murieron cuando el autobús de línea tuvo un accidente y cayó al barranco. Ese era un punto de pasar corriendo, pues entre los niños decíamos que allí estaban los fantasmas de los muertos. Pasé por la puerta del garaje corriendo a toda velocidad. Luego pasé la casa del médico, tenía luz y eso me tranquilizó. Después, un poste de luz y luego monte, pasas el zarzal, trescientos metros más, el poblado y mi casa. Algunos postes tenían fundida la bombilla o estaba rota de alguna pedrada.
Estaba ya llegando al zarzal, al otro lado de la carretera en frente de aquella soga enredada y llena de dientes estaba La Morera. El Zarzal me daba miedo y fui acercándome hacia ella. Estaba casi debajo de sus ramas, cuando en su tronco apareció un enorme ojo, una nariz y una boca. Me quería agarrar con sus largas ramas. Me aparte hacia la zarza y corrí. Corrí como un descosido llamando a gritos a mi padre.
A partir de entonces, nunca más pasé solo de noche cerca de aquella morera. No iba allí ni a coger hojas para los gusanos de ceda.
Hoy me gustaría pasar una noche junto ella, oírle contar sus historias. Hablarle del susto que me dio y de que con ella tuve una alucinación.
El invierno se ha llevado
Las hojas de La Morera
Una grieta en su tronco
Parece una boca abierta
La imaginación a un niño
Le hace sentirse la presa
De aquellas garras de rama
Con los dientes de madera.
Eres un hermoso árbol
De tus hojas se hace seda
No te reprocho aquel miedo
Que pasé en la carretera.
El almendro. Ya he escrito otras veces sobre ti. ¡Me gustaba tanto verte! Tú y las hogueras de San Antón eráis lo más bonito del invierno. Lo que más me gustaba que llegara después de la navidad.
De repente una mañana, sobre finales de enero, con el camino blanco escarchado, tu aparecías lleno de flores blancas, repleto. Tú también eras enorme y tus ramas cubrían todo el ancho del camino a la escuela. No voy a hablar de todo lo que con el paso de los años he extrapolado de tu vida a la mía. Ni de la gran lección que año tras año das a los hombres.
Hoy solo te quiero ver con los ojos del niño que metido en la bufanda iba a la escuela.
Poco a poco se iba llenando el camino de tus flores. Formándose una alfombra blanca por la que correr, revolcarse y patear. Entre las flores que se levantaban del suelo y las que caían de ti, era mágico girar y girar con los brazos abiertos viéndote a ti y al cielo. Casi nunca dabas almendras. Mi padre me decía que era porque tus flores salían muy pronto, y luego con el frío se morían. Tu imagen ha ido acompañando toda mi vida, y más de una vida he escrito el deseo de mi corazón de ser como tú. El deseo de que los fracasos no me impidan volver a dar toda mi flor.
En enero, si hay un poquito de sol
El Almendro, presuroso
Se engalana con su flor.
No le importa si hace frío,
Ni lo que ese año pasó
Él responde, como siempre,
En cuanto siente calor
Camino blanco de escarcha
Cielo hecho de flores blancas
A ti Almendro, también
Quiero decir: Que te quiero.
Toni Carrión
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